viernes, 13 de febrero de 2015

COMO CADA DIA

Como cada día me he levantado pronto y he corrido por toda la ciudad para estar en mi trabajo a la hora.
Una vez allí, he pasado todo el día delante de mi ordenador. Definitivamente, eso es mejor que levantar la vista y ver los rostros deformes de mis compañeros.
A la hora de la comida desenvolví mi bocadillo y me lo comí en el portal del edificio que está justo enfrente de la oficina, porque la lluvia se apoderaba de todo con esa impaciencia que a veces demuestra la naturaleza.
Al regresar de mi hora de descanso, mi jefe me ha ordenado que le redactara una carta para una de nuestras sucursales de provincia.
No me gusta la cara de superioridad y despotismo que se le dibuja mientras despliega sus mandatos. Siempre acompañados de ese insufrible “Señorita Díaz”.
Tenía tanto trabajo acumulado que salí dos horas más tarde.
No me gusta terminar tarde en invierno, anochece muy pronto y tengo que caminar casi a oscuras por las calles desiertas del barrio periférico en el que vivo. Además hoy, las calles estaban todavía mojadas y me he manchado de barro los zapatos.
Mientras caminaba, oía el eco sordo de mis tacones rebotando en los fríos edificios.
Sin saber porqué, de pronto, sentí una amenaza indescriptible. Sin que nada se hubiera alterado a mí alrededor, un escalofrío surcó mi espina dorsal como aviso de que algo espantoso me acechaba. Los nervios se apoderaron enseguida de mí, atenazándome los músculos. Casi sin darme cuenta comencé a acelerar el paso aumentando así el estrépito de mis pisadas que se clavaban en los charcos dejando ondas que deformaban los reflejos amarillentos de las farolas. Reflejos deformes como seres habitando un terreno inhóspito.
Un ruido, que provenía de entre los árboles sin hojas de la vereda me hizo saltar el corazón. Dirigí mi mirada hacia allá con horror para comprobar, que se trataba de unos pájaros disputándose las migajas abandonadas por algún viandante. Eso, lejos de apaciguar mi ánimo, logró turbar todavía más mí ya alterado estado. Nunca pude superar la maldita imagen de la película de Hitchcock.
El peligro me acechaba por todas partes, en cada vuelta del camino. Parecía que nunca fuera a llegar a casa. Caminaba con pasos desiguales por las grises aceras en las que los árboles plasmaban sus tétricas sombras de fantasmas urbanos. Miles de brazos y manos, que aparentaban querer asirme eran movidos por el viento. Eolo dictando inconfesables amenazas en su afligido sortilegio.
Debo reconocer que ya casi corría, atravesando calles y callejuelas desiertas.
De pronto, al introducirme en el parque que me llevaba a casa, me encontré con los ojos escrutadores de un ser oscuro, salido de las profundidades de los subterráneos.
Una figura inmunda que trataba de incorporarse con el fin de atacarme sin contemplaciones. Sus harapos delataban el estado de extrema descomposición en la que se hallaba su alma.
Con un movimiento sorprendentemente rápido se había colocado justo delante de mí, impidiéndome así el paso.
Agarré mi bolso con la intención de golpearlo, siguiendo una de las técnicas aprendida en mi curso de defensa personal para mujeres solas.
Finalmente no fue necesario, sin saber cómo, había logrado superarlo y sólo acerté a escuchar algunas palabras inconexas que salían de su viciosa boca. Ruidos guturales como de otro mundo.
Al salir del parque recorrí, ya corriendo, los más de veinte metros que restaban para llegar a mi portal. A duras penas logré encontrar las llaves, perdidas en el fondo de mi bolso. Tomé la adecuada y con manos temblorosas ensayé varias veces introducirla en la cerradura.
Cuando por fin lo conseguí, ésta cedió con un murmullo quejumbroso.
Justo cuando daba el último paso hacia mi salvación, pude sentir un frío extremo que me golpeaba la nuca. No quise mirar atrás. Sabía que no podía permitirme aquel gesto de reconocimiento estando tan cerca de mi objetivo.
Por fin escuché el sonido metálico de la puerta al cerrarse detrás de mí. Estaba a salvo.
Ascendí los cuatro pisos hasta mi apartamento sin encontrarme completamente repuesta del susto todavía.
La casa me esperaba silenciosa. Me quité los zapatos para no llenarlo todo de barro. Corrí a prepararme un té caliente. Sabía que era inútil revisar el correo. No habría más que aburridas facturas por pagar. Bebí mi té mientras leía la última novela de Mary Higgins Clarck.

Después me acosté en mi cama fría y áspera. Como cada día.


FIN

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